
Por Edgard E. Murillo
LA LLEGADA
Supe que el Internet había llegado al país la penúltima vez que fui a San Juan del Sur, a mediados de los noventa, cuando estaba de moda Zombie y La de la Tanguita Roja. Yo bajaba por un callejón bien de mañanita buscando la playa en el momento que topé con un rótulo pintado a mano que decía “internet”. El rótulo estaba clavado en la pared de una casa remozada y bajo el quicio de la puerta fumaba un viejo con pinta de europeo refugiado. El hombre estaba sin camisa y las costillas podían contarse con la vista porque era flaco en extremo y lampiño como un bebé escandinavo, aunque sin tatuajes. Pregunté por la sesión y me contestó con acento balcánico que el precio era de veinte dólares la hora. ¡Madre mía! Postergué la curiosidad y me fui a desayunar ceviches con limonada. El internet estaba negado para mi bolsillo tercermundista.
BAUTIZO
Un día apareció en la casa una computadora que después me di cuenta había comprado mi madre. Fue ella quien me enseñó a encenderla y elaborar los primeros textos en WordPerfect 5.1 (DOS). Me parecía un sueño eso de guardar la información y volverla a ver al día siguiente, seguir escribiendo, hacerle cambios e imprimir en una matricial Epson. La computadora eliminaba los manchones y las erratas y permitía la impresión en diferentes tipos de letra, lo que me daba mucho regocijo, al punto que me sentía invencible. Me encantaba la pantalla azul y ver el parpadeo de la rayita blanca que avanzaba conforme tecleaba. Cierta noche de calor, después de ir a comprar cigarrillos donde Memo (de joven fumé un par de veces sobrio), me puse a redactar una defensa de un caso penal por defraudación aduanera en el que había sido designado de oficio. Ya llevaba nueve páginas de sostenida inspiración cuando no sé cómo, hijueputa y repentinamente, la pantalla se puso azul. El texto había desaparecido. Grité a mi mamá pidiendo auxilio y ella tampoco pudo recuperar lo perdido. Esa noche maldije las computadoras y le pedí perdón a mi máquina de escribir Olympia que había metido debajo de la cama.
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