Por Edgard E. Murillo
Un día de la Semana Santa pasada fui al cementerio oriental para participar en un servicio funerario; apenas hubo terminado, me aparté del conglomerado para buscar la tumba de mi amigo Rogelio que murió en la guerra. El sepulcro lo había encontrado por accidente hace ya varios años, una tarde que me dio por andar leyendo epitafios sin que nadie me lo pidiera, después de unas cuantas cervezas que tomé en un bar que quedaba frente a una gasolinera cercana; para entonces me sorprendí mucho porque no sabía que estaba enterrado allí, cerca del pabellón de los mártires de San José de la Mulas, a la orilla del callejón adoquinado que rodea el camposanto. Esta vez di rápidamente con la tumba porque recordaba que sobre ella había una losa de mármol color marfil, donde estaba una breve leyenda, adornada con dos logotipos bélicos en cada una de las esquinas superiores. Sigue leyendo